Salvador Medina y Mónica Tapia, publicado en la Revista Nexos, septiembre 2018, Consultar original aquí.
A casi un año del sismo del #19s aún hay personas pernoctando en las calles de la ciudad y al menos nueve adultos mayores han fallecido a causa de esta situación.1 Con el tiempo, nuevas afectaciones se acumulan para los damnificados de esa mañana de septiembre: despidos o abandono de su empleo por atender la emergencia, falta de ingresos por daños en su lugar de trabajo, niños y jóvenes con rezago educativo ante los daños en algunas escuelas, deterioro en la salud por falta de agua y saneamiento apropiado, o simplemente debido al estrés y la precariedad cotidianos.
Aunque los efectos perduran para familias enteras, la falta de datos y respuestas ha vuelto su situación de emergencia una nueva normalidad; los estragos causados por el sismo en la Ciudad de México no se han terminado de cuantificar. Desconocemos la verdadera dimensión de su impacto en la vida de la urbe.
Esta dificultad para entender la magnitud de lo sucedido se evidenció desde un inicio. Las cifras oficiales fueron confusas en los primeros días del desastre dada la falta de protocolos adecuados para la verificación de los daños. Esto llevó a la ciudadanía a crear sus propias soluciones y en su momento nació Verificado #19s, una respuesta de la sociedad civil para verificar y difundir información ante la emergencia.
Hoy sabemos con certeza que 60 inmuebles se derrumbaron y que se reportaron con afectaciones 22 mil 182 inmuebles ante el gobierno de la Ciudad de México.2 Esta cifra es enorme y ciertamente no existía la capacidad para verificarla de inmediato. El proceso ha sido lento y ha llevado meses. Aunque el Centro Nacional de Prevención de Desastres (Cenapred) tenía diseñado un protocolo y una red para revisar la seguridad de inmuebles tras el sismo,3 inmediatamente se crearon brigadas desde la UNAM, del Instituto de Seguridad de las Construcciones y el Colegio de Arquitectos y se lanzó la aplicación de salvatucasa.com. Sin embargo, ni los formatos ni los criterios ni la expertise se estandarizaron en procesos claros. Las bases de datos no se homologaron o concentraron y hasta la fecha son causa de incertidumbre, pues la falta de dictámenes oficiales de los que carecen muchas personas son un embudo en el debido proceso de la reconstrucción.4
En las últimas cifras disponibles al momento de elaborar este texto se había alcanzado a clasificar el 83% de los inmuebles reportados. De éstos, sólo tres mil 322 de los reportados habían sido dictaminados con algún tipo de daño y riesgo asociado: el 24% con alto riesgo, 15% con riesgo medio y la gran mayoría —60%— de riesgo bajo. Asimismo, se habían demolido 310 inmuebles por los riesgos que representaban, cinco veces el número de edificios que se derrumbaron.
Las cifras oficiales señalan que hay mil 334 inmuebles con afectaciones importantes, de los cuales 185 no son habitables ni reparables. Sin embargo, la gran mayoría pueden ser reparados (818) o son habitables (229), con las reparaciones y reforzamientos adecuados, lo cual requerirá del presupuesto suficiente.
Ahora sabemos que el sismo también generó daños en dos mil 656 negocios; en mil 386 edificios patrimoniales; en 117 hospitales y clínicas de salud; en mil 936 inmuebles educativos y en 326 inmuebles culturales no catalogados. También se reportaron cinco mil 429 afectaciones a la red hidráulica y a cinco vialidades dañadas. Los hundimientos diferenciados y la falta de mantenimiento han dejado sin agua a cerca de un millón de personas y se calculan más de dos mil 600 fugas, con sólo la detección y reparación de entre 2% y 3%. A esto habría que añadirle las afectaciones sufridas en el Metro, que incluyeron daños a la línea 12. Con todo, aún no tenemos la estimación oficial del valor económico que representan estos daños o sus implicaciones económicas indirectas.5
Sabemos que durante el sismo fallecieron 228 personas, miles resultaron heridas (se desconoce la cifra exacta) y se estima hasta en 14 mil la cifra de damnificados en la Ciudad de México.6 Estos últimos han tenido que buscar vivienda nueva, acampar afuera de sus hogares (a veces ante la rapiña de sus pertenencias) o pedir apoyos para rentar vivienda. ¿Cuál es el total y su situación específica?, sigue siendo algo incierto.
En términos de presupuesto, en 2017, el gobierno de la Ciudad de México erogó 2.5 mil millones de pesos para atender la emergencia y, para 2018, el presupuesto asignado hasta junio es de 5.3 mil millones de pesos. Una gran cantidad de fondos que no han estado exentos de denuncias de malos usos (como compra de tablets, juguetes y regalos)7 y de captura política por tres legisladores de la Comisión de Gobierno de la Asamblea Legislativa (Leonel Luna, Mauricio Toledo y Jorge Romero) quienes, según la propia Ley de Reconstrucción, autorizaban el uso de los fondos. Esto incluso llevó a renunciar al comisionado para la reconstrucción, Ricardo Becerra, y a la denuncia pública de los hechos. La solución fue dar paso a una nueva legislación para que el control de los fondos de reconstrucción fuera realizado por la Secretaría de Finanzas de la ciudad y se creara un comité de fiscalización formado por ciudadanos, que a la fecha no ha sido integrado.
Por otro lado, en el presupuesto asignado de 2018 llaman la atención varios de los rubros que han sido considerados. Se han asignado 640 millones para la reconstrucción de vivienda, incluyendo 11 edificios, una cifra nada despreciable. Sin embargo, hay montos similares o mayores cuya pertinencia es cuestionable, como por ejemplo 600 millones asignados a acciones de desarrollo social —incluyendo 20 millones para el censo inconcluso de damnificados— o los 800 millones destinados a pavimentación.8 Estas asignaciones arbitrarias y el opaco ejercicio del gasto coincidieron con la campaña electoral y los programas sociales, por lo que es fácil sospechar de su manipulación para modificar las intenciones de voto antes de asegurar el diagnóstico preciso, la reparación de la infraestructura pública y la vivienda segura de los damnificados.
A pesar de que la Ley de Reconstrucción se justificó para hacer “más fácil y ágil” el proceso de otorgar permisos, facilidades y exenciones fiscales a la reconstrucción, hoy los damnificados viven en un laberinto de trámites, información a cuentagotas9 y, en la mayoría de los casos, con requisitos duplicados o hasta contradictorios. La Comisión de Reconstrucción no ha logrado la coordinación entre dependencias ni ha visto continuidad en su gestión; no hay un expediente único por damnificado o inmueble y son más bien los vecinos quienes se dedican a peregrinar entre ventanillas de tres o cuatro secretarías, entregando prácticamente los mismos documentos para trámites similares. La dispersión del presupuesto y trámites entre las dependencias también han resultado en una comisión débil que no puede incidir en el gasto público o sancionar a funcionarios que no dan información.
No hay tampoco criterios para que las autoridades prioricen atender casos críticos. No se ha establecido un programa claro, con plazos de trámites o metas por cumplir. A casi un año sólo hay cuatro proyectos de reconstrucción de viviendas en manos del INVI y un programa de vales para apoyar proyectos, estudios y arranque en la construcción o reforzamiento de edificios. Algunos reportes señalan que se reconstruirán 41 edificios y se reforzarán 18 con fondos públicos, aunque sin señalar tiempos y sin que éstos sean suficientes para los damnificados.10
Ahora, hay obstáculos para la reconstrucción efectiva que son responsabilidad directa de la sociedad. Por un lado, una muy baja cobertura entre los seguros cuyo pago no ha sido ágil o que sólo cubre parcialmente el costo, por ejemplo, de la hipoteca. Por otro, son muchas las personas que no cuentan con escrituras para acreditar su propiedad. Debido a que un requisito es que todos los condóminos de un edificio entreguen este documento para trámites y acceder a apoyos, la reconstrucción de cientos de hogares está detenida por juicios sucesorios, divorcios, pagos de impuestos, honorarios a notarios, y otros procesos. La reconstrucción se ha basado en que los vecinos —sin información, acompañamiento o mediación— tomen decisiones conjuntas y por consenso sobre procesos complejos, como el reforzamiento de su edificio, su reconstrucción, su redensificación o potencial de transferencia. Cosas que requieren de conocimiento técnico arquitectónico, ingenieril y de la regulación especializada. En buena parte de los edificios dañados viven personas de la tercera edad o jubilados que están obligados a tomar decisiones y autogestionar obras más allá de sus posibilidades y talentos.
Finalmente, los sismos de septiembre de 2017 mostraron la falta de prevención y preparación que tiene la ciudad de cara a los desastres. Y por si fuera poco dejaron claro que ni siquiera la información que corresponde a los edificios dañados en el sismo de 1985 y otros está actualizada; algunas de las demoliciones recientes han sido de inmuebles que sufrieron daños desde entonces y que no habían sido debidamente atendidos. A pesar de la actualización de normas técnicas y reglamentos, la ciudad no tiene un inventario, medidas o fondos para reforzar o renovar edificios que han soportado 10 o 15 sismos de más de seis grados. Muchos no sabemos siquiera si vivimos en zonas de mayor riesgo, ni las recomendaciones precisas para mantener nuestros espacios de trabajo, viviendas o centros de estudio. El sismo también dejó clara la falta de profesionistas calificados, con los debidos carnés y certificaciones que puedan asumir la responsabilidad de evaluar daños y recomendar medidas. Justamente la omisión de autoridades de tomar responsabilidades sobre la evaluación de daños y su incapacidad de coordinación con los profesionistas y gremios en esta tarea han sido causa de la falta de diagnósticos precisos y oportunos.
Detrás de ello está la ausencia de profesionalización de la protección civil en los distintos niveles de gobierno. Los cargos en las delegaciones han terminado siendo un botín político a repartir entre los favores electorales que se cobran y se ocupan puestos sin ser capaces de desempeñar las funciones asignadas.11 Las facultades concurrentes entre autoridades, en la práctica, fueron poco articuladas. Junto con el vacío de liderazgos (más preocupados por “aparecer” ante las próximas campañas que “por hacer”), contribuyeron a la confusión, la incertidumbre y la duplicidad. El C5 o centro de operaciones no llegó ni a coordinar esfuerzos institucionales y menos aún —como lo prevé la Ley General de la materia— a los sectores privado y social. El Plan DNIII en la Ciudad de México fue superado en la realidad (si no ignorado) por la solidaridad social que utilizó la tecnología actual y las redes de capital social entre las que se cuentan cientos de chats, datos, mapas colaborativos y cadenas de voluntarios movilizando recursos.
En este sentido el largo proceso de reconstrucción podría ser aprovechado para un rediseño y profesionalización del Sistema de Protección Civil. Éste —que se diseñó a partir de las experiencias de 1985 y siguiendo estándares internacionales— así como los Atlas de Riesgo se han convertido en un cascarón. Hay que fortalecer los perfiles de quienes asuman las responsabilidades de las dependencias gubernamentales.12 En segundo lugar, se requiere mejorar la coordinación entre dependencias gubernamentales, intergubernamentales y de actores no-gubernamentales de gestión de riesgos. Esto pasa por la revisión y actualización de los registros de organizaciones académicas, civiles, gremiales y empresariales; la elección de representantes para el Sistema Nacional; las sesiones periódicas de los consejos en sus distintos niveles y la actualización y apropiación de protocolos de atención.
Los Atlas de Riesgo tienen que actualizarse bajo el paradigma de gobierno abierto y no con la opacidad de la seguridad nacional, promoviendo que sean públicos, con datos útiles, relevantes, revisados cada seis meses y que la sociedad (vecinos, gremios de la construcción e inmobiliarias y aseguradoras, entre otros) puedan apropiarse de ellos. Se han de crear capacidades institucionales y operativas para cuidar y no construir, no poblar, identificar y preparar mejor las áreas estratégicas (hospitales, escuelas, viviendas, centro de trabajo, etcétera) sujetas a peligros y vulnerabilidades. Ello tendría que echar mano de plataformas tecnológicas colaborativas que estandaricen, verifiquen, sistematicen y visibilicen grandes cantidades de información en tiempo real para que, dado el caso, los ciudadanos ubiquen a familiares y vecinos, alerten a rescatistas sobre dónde están los puntos de desastre y apoyen de manera coordinada las necesidades cambiantes.
Por último, será importante aprovechar el rediseño e implementación de nuevas instituciones a partir de la Constitución de la ciudad, donde se creará el Instituto de Planeación y un sistema de información (2019), un Plan General de 20 años (2020-2040) y un Programa General de Ordenamiento Territorial (2021-2036). Para funcionar, este nuevo sistema de planeación y gestión urbana deberá incluir un sistema de información sobre planos, licencias, expedientes, versiones públicas y la historia sísmica de los predios e inmuebles, en coordinación y sujeto al propio Atlas de Riesgo.
Es necesario sanar pronto las heridas de la ciudad, finalizar con la reconstrucción y prepararnos para el siguiente sismo que con toda seguridad sucederá. Pero sobre todo es necesario saber que contamos con las autoridades y estructura que nos puedan garantizar esto.
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